Jamás, desde que la delicada invitación llegó a mis manos, me detuve a pensar en todo lo que podría suceder en esa noche. Bueno, quizás sí pensé al respecto, pero mis meditaciones no pudieron estar más lejos de la realidad: “¡Sí! barra libre toda una noche”, exclamaba victorioso.
Luego del vals, empezó el horror de la velada.
-Ven a conocer a mi papá, gordito -dijo ella, mientras me arrastraba a través del salón de fiesta.
“No, todo menos eso”, pensaba yo. Pero quién me daba derecho a contradecirla el día de sus quince años.
Su padre, dos metros, moreno y con nudillos amenazantes, casi me fractura la mano con su feroz apretón. Lo peor fue que no se detuvo allí. Abuelas, tías y primas me abrazaron y estrujaron las mejillas con entusiasmo.
Sonaba un merengue pegajoso, creo que el tema se llamaba Ajena, cuando surgió otro evento desdichado. Con sus ojitos brillantes y puchero en la boca, Natalia dijo:
-Baila conmigo ¿Si?
“No”, pensé de inmediato. Tengo dos pies izquierdos. La invención del reggaetón me había solucionado la existencia: El primer baile en el que no era necesario mover los pies. Pero, esto era merengue. Ya podía imaginarla quejándose de mis pisadas.
-Anda, vamos a bailar gordito –insistió Natalia-. Me encanta esa canción.
Después de un largo suspiro, asentí. De ésta no me salvaba nadie.
-Ok, vamos –dije
Creí vislumbrar un gesto de alivio en su rostro cuando, tras un par de canciones, cambió el género de la música. Jóvenes y adultos de mediana edad se acercaban a la pista de baile sintiéndose sexys. Los primeros, se estrujaban y sobaban cuerpo a cuerpo. Y los segundos, bailaban un híbrido de reggaetón, trataban de dar ejemplo guardando un metro de distancia de su pareja, a veces, hasta prescindiendo de la misma.
Estaba bailando con Natalia cuando sentí que alguien tocaba mi hombro. Antes de que pudiese digerir la situación, mi pareja ya estaba puliéndole la hebilla a alguien más, un carajo del liceo, Carlos.
Molesto, fui a descargar mi despecho en la barra libre. La noche iba de mal en peor: no había tal cosa, sólo un sifón de cerveza para abastecer a todos los invitados. Con unos cuantos vasos en mano, me senté en la mesa de una pareja de viejitos que cabeceaban sin cesar.
Mientras bebía la desagradable sustancia, contemplaba a Natalia, y podría jurar que en ocasiones, ella me devolvía la mirada. Se contoneaba, atrevida. Carlos le agarraba el culo y ella se hacía la loca. Cambiaban de parejas, todos perreaban, y parecía no terminar nunca aquel baile sucio.
Una detonación me arrancó de golpe la rabia que tenía. Un segundo y tercer disparo, pusieron a la multitud a correr y esconderse. Yo me escabullí, rápidamente, debajo de la mesa.
-Todo está bien gente. Fue sólo el tubo de escape del carro del tío Antonio –vociferó alguien que entraba al salón de fiesta.
Al salir de mi escondite provisional, me dirigía hacía Natalia para verificar que estuviese bien, cuando me percaté que muchas miradas se habían posaban en mí. “¿Acaso estaba despeinado?”, recuerdo haber pensado estúpidamente. Luego, me di cuenta que las miradas se dirigían hacia mi pantalón. “¿Acaso tenía una erección?”
Ojalá hubiese sido una erección. No sé si fue el susto de la detonación o los quince vasos de cervezas que, mientras Natalia perreaba, bebí con amargura. Lo cierto fue que de mi pantalón goteaba un líquido que difícilmente podría ser confundido con sudor.
-¡Que bolas marico!, te measte –exclamó algún oportuno, entre la multitud.
Entonces, estallaron las carcajadas. Natalia reía, su madre reía, sus abuelos, sus tías, nuestros compañeros de clases, todos reían… Y yo, corrí huyendo de la fiesta, huyendo de mi desgracia.
AKHV
